laboratorio LEEE

miércoles, 17 de julio de 2013

RUIDO EN LAS CALLES Por Mayerly Soto

Recordé lo que me decía la voz: nunca vuelvas la mirada hacia atrás. Me era imposible no volver mi cara, estaba inmóvil. Tenía destinado parar y girar, pero no lo hice. No había otra voz que no fuera la de mi cabeza. Dentro. Gritando. (Pausa.) Recorrí todas calles, una a una sin mirar hacia atrás. Cada calle parecía cruce de habitaciones. En una habitación te vi, estabas sentado en tu cama. Las paredes verdes, la biblioteca desordenada. Habías empezado a dibujar un Beethoven en la pared. Era hermoso, perfecto. Estabas exhausto y no tenías ganas de seguir. Callabas, mientras mirabas tu lápiz. Lo tocabas con cada dedo intentando descifrar que había dentro de él. Estaba intacto. (Pausa.) Lo tocaste de nuevo. La punta estaba desgastada, miraste fijamente el dibujo y con el lápiz empezaste a rayar las paredes. Desaparecías. 

No, no puede desaparecer. Estaba pintando y tú estabas mirándolo. 

Si, tienes razón. Él estaba mirando. Pero yo ya no estaba allí. (Pausa.) Caminé más lentamente.  Quería entrar a la siguiente habitación. Tú estabas allí. Eras hermosa. Estabas casi desnuda, de espaldas y a punto de dormir. Peinabas tu cabello. Yo te veía. Cuando por fin me dejaste ver tu rostro, estabas llorando. No podía entender por qué llorabas, quería preguntarte. Tú intentabas hablar, pero no había sonido. No había voz. Pero llorabas. No había lágrimas, quizá ya estaban secas. Lo supuse al ver tu rostro, rodeados de dos caminos negros en tus mejillas. Tus mejillas casi perfectas. Tu piel inmaculada, blanca, suave. Nunca la toqué. Nunca supe que eras tú. Pero sabía que era yo.

Puedo reconocerte, intentas disimular tu llanto en las paredes y en cada una de las notas de La quinta  sinfonía. Nunca entendiste los colores, las claves, los diálogos entre instrumentos; aún así te gustaba escucharlos, hablar, conversar con ellos...Hasta movías tus pies en cada golpe, el suspenso hacía que tus dedos se entregaran con más fuerza alrededor de la silla, la incertidumbre de la nota final hacía que tus pies se deslizaran entre el suelo y tus labios se mordieran... y cuando por fin, después de muchas divagaciones, de muchas refutadas entre instrumentos, alcanzabas un éxtasis inexorable, nunca supiste qué era, pero cada vez lo sentías más fuerte.

Si caminas más adentro, vas a encontrar un parque. Te lo aseguro.

Seguro se tratará de pájaros armados en las ramas al rojo vivo. Ese era el color que definías en su mirada. Lo abrazaste con tal fuerza que te quedaste sin energía. Cada beso era la entrega de todo lo que tenías, aunque no tenías nada. Duraste horas en ese parque, escuchando el silencio. Una vez hablaron del sol sostenido de un vehículo. Ahora que intentas escuchar de nuevo ese sol, no hace calor.

Nunca fumaste hasta abrazarlo.

Su cuarto favorito tiene un violín de humo. Fumaste hasta puros cubanos. No los conocías. Todo, absolutamente todo, era nuevo. Aquella noche, el humo se te metió por las venas y golpeó el corazón. Pensamos que te ibas. Nuestras almas eran humo después de fumarnos el cuerpo.

¿Casi muere?

Ambos. Yo de tristeza y él de rabia.

Silencio. Escuché un eco.

Son tus pasos.

¿Los tuyos?

Caminemos.
Respiro el aire y aún lo siento. Quisiera intentar llorar, pero se me escapa una sonrisa. Yo creí olvidar. 

Todos creemos en algo.

Yo en el olvido.

Olvido.

Oliveira. No sé qué encanto tenía porque no leí de tal manera. Pero así se hacía llamar. Un despliegue entre rencores y fatalismos infantiles: yo.

Queriendo salvar. Queriendo dejar marca. La misma marca de lápiz. 

La marca en la pared.

El lápiz.

Él.

¿No volviste a escucharlo?

Soñaba con su voz hasta que descubrí que no era de él. Era de Brahms. 

Un primer movimiento.

Sí.

Hasta que lo olvidé.

Mentira.



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