Recordé lo que me decía la voz: nunca
vuelvas la mirada hacia atrás. Me era imposible no volver mi cara,
estaba inmóvil. Tenía destinado parar y girar, pero no lo hice. No había
otra voz que no fuera la de mi cabeza. Dentro. Gritando. (Pausa.) Recorrí todas calles, una a una sin mirar hacia atrás.
Cada calle parecía cruce de habitaciones. En una habitación te vi, estabas sentado
en tu cama. Las paredes verdes, la biblioteca desordenada. Habías empezado a
dibujar un Beethoven en la pared. Era hermoso, perfecto. Estabas exhausto y no
tenías ganas de seguir. Callabas, mientras mirabas tu lápiz. Lo tocabas con
cada dedo intentando descifrar que había dentro de él. Estaba
intacto. (Pausa.) Lo tocaste de
nuevo. La punta estaba desgastada, miraste fijamente el dibujo y con el lápiz
empezaste a rayar las paredes. Desaparecías.
No, no puede
desaparecer. Estaba pintando y tú estabas mirándolo.
Si, tienes razón.
Él estaba mirando. Pero yo ya no estaba allí. (Pausa.) Caminé más lentamente.
Quería entrar a la siguiente habitación. Tú estabas allí. Eras hermosa.
Estabas casi desnuda, de espaldas y a punto de dormir. Peinabas tu cabello. Yo
te veía. Cuando por fin me dejaste ver tu rostro, estabas llorando. No podía
entender por qué llorabas, quería preguntarte. Tú intentabas hablar, pero no
había sonido. No había voz. Pero llorabas. No había lágrimas, quizá ya estaban
secas. Lo supuse al ver tu rostro, rodeados de dos caminos negros en tus
mejillas. Tus mejillas casi perfectas. Tu piel inmaculada, blanca, suave. Nunca
la toqué. Nunca supe que eras tú. Pero sabía que era yo.
Puedo reconocerte,
intentas disimular tu llanto en las paredes y en cada una de las notas de La
quinta sinfonía. Nunca entendiste los colores, las claves, los diálogos
entre instrumentos; aún así te gustaba escucharlos, hablar, conversar con
ellos...Hasta movías tus pies en cada golpe, el suspenso hacía que tus dedos se
entregaran con más fuerza alrededor de la silla, la incertidumbre de la nota
final hacía que tus pies se deslizaran entre el suelo y tus labios se
mordieran... y cuando por fin, después de muchas divagaciones, de muchas
refutadas entre instrumentos, alcanzabas un éxtasis inexorable, nunca supiste
qué era, pero cada vez lo sentías más fuerte.
Si caminas más
adentro, vas a encontrar un parque. Te lo aseguro.
Seguro se tratará
de pájaros armados en las ramas al rojo vivo. Ese era el color que definías en
su mirada. Lo abrazaste con tal fuerza que te quedaste sin energía. Cada beso
era la entrega de todo lo que tenías, aunque no tenías nada. Duraste horas en
ese parque, escuchando el silencio. Una vez hablaron del sol sostenido de un
vehículo. Ahora que intentas escuchar de nuevo ese sol, no hace calor.
Nunca fumaste
hasta abrazarlo.
Su cuarto favorito
tiene un violín de humo. Fumaste hasta puros cubanos. No los conocías. Todo,
absolutamente todo, era nuevo. Aquella noche, el humo se te metió por las venas
y golpeó el corazón. Pensamos que te ibas. Nuestras almas eran humo después de
fumarnos el cuerpo.
¿Casi muere?
Ambos. Yo de
tristeza y él de rabia.
Silencio. Escuché
un eco.
Son tus pasos.
¿Los tuyos?
Caminemos.
Respiro el aire y
aún lo siento. Quisiera intentar llorar, pero se me escapa una sonrisa. Yo creí
olvidar.
Todos creemos en
algo.
Yo en el olvido.
Olvido.
Oliveira. No sé
qué encanto tenía porque no leí de tal manera. Pero así se hacía llamar. Un despliegue
entre rencores y fatalismos infantiles: yo.
Queriendo salvar.
Queriendo dejar marca. La misma marca de lápiz.
La marca en la
pared.
El lápiz.
Él.
¿No volviste a
escucharlo?
Soñaba con su voz
hasta que descubrí que no era de él. Era de Brahms.
Un primer
movimiento.
Sí.
Hasta que lo
olvidé.
Mentira.